martes, 19 de noviembre de 2013
jueves, 14 de noviembre de 2013
Decálogo del buen padre
Diez consejos para ser un buen padre
1. Pasar (mucho) tiempo con los
hijos
Las horas de
comidas, cuando preparan la mochila para el cole, mientras juegan, cuando
escuchamos música... Sencillamente, hay que encontrar tiempo para estar con ellos.
Aunque tengamos muchas obligaciones y estas sean muy absorbentes y agobiantes,
estar presentes en la vida de los chicos es prioritario.
No nos
engañemos con eso de que no importa la cantidad de tiempo sino la calidad; por
muy buenos que seamos, quince minutos no pueden dar mucho de sí. En cuanto a la
calidad, la personalidad de los hijos se desarrolla a partir de la relación con
los padres,
de lo que reciben de ellos y de lo que aprenden a su lado. Por eso cuando
estamos con los niños,
debemos estar entregados en cuerpo y alma, con ganas,
no leyendo el periódico, hablando por teléfono o pensando en nuestras cosas.
2. Querer y respetar a la madre
Si el padre no
tiene relación amorosa con la madre de sus hijos, que al menos tenga
relación amistosa. El buen trato entre los padres es indispensable porque
muestra los sentimientos que existen entre ellos. Aunque las cosas no vayan del
todo bien en la pareja o ex pareja, en la relación entre los padres tiene que
reinar el respeto. Hay que hablar del otro y con el otro con aprecio,
aún en las discusiones y cuidar todas las facetas de la relación: amistad,
compromiso, comunicación, resolución de conflictos, corresponsabilidad o
negociación. Si esto no se logra, lo mejor es buscar ayuda. La relación entre
los padres crea una atmósfera en la que el niño crece y va formando su
identidad. No es lo mismo que haya confianza y armonía entre los padres a que papá y mamá se
contradigan y descalifiquen entre sí.
3. Ser un buen ejemplo
Los hijos se
fijan en el padre. Cuántas veces hemos dicho o escuchado de alguien: «En esto
sale al padre», «eso lo sacó del padre» o «de tal palo, tal astilla». Juan
Manuel Serrat dice en la canción Esos
locos bajitos: «Esos que se menean con nuestros gestos» y que «cargan con
nuestros dioses y nuestro idioma, con nuestros rencores y nuestro porvenir». Los padres son sus modelos, los chicos copian de ellos modos de
ser, de afrontar y resolver, de relacionarse con las cosas, con los demás y
consigo mismos. Así, muchas veces nos muestran nuestros propios defectos. Si al
verlos, en lugar de enfadarnos, intentamos corregirnos y educar con el ejemplo, les enseñaremos a
corregirse y mejoraremos nosotros también. Saberse un modelo y tratar de estar
a la altura en la que nos ponen los hijos es muy educativo para todos.
4. Estar a las duras y a las
maduras
Los niños
necesitan a su papá en todo momento y para muchísimas cosas. Lo necesitan para
que les arrope, les ayude a trepar más alto, a dejar los pañales o a hacer los
deberes.
Un padre
ayuda a crecer. Por eso es necesario que papá diga tanto «sí» como
«no», él tiene que saber conjugar mimos y límites. A veces, los padres,
conscientes de que pasan poco tiempo con los hijos, priorizan una faceta y se
convierten en papás que solo juegan o miman y desatienden los conflictos o, por
el contrario, en papás ogros que solo saben reprender como si vivieran
enfadados. O se interesan nada más por algunas de las actividades del hijo y
desatienden las otras: no se pierden ni un partido de fútbol del niño pero no se
enteran de cómo le va en la escuela o con los amigos.
Un padre tiene que poder ser amigo, compañero, protector, sabio... ¡y estar en
todos lados!
5. Regalar alegría
Una infancia feliz es casi una garantía de una vida
feliz, por lo menos favorece que en el futuro el niño tenga integridad
emocional y buena salud mental. Llegar a casa con chuches, planificar
una excursión enfamilia, hacerles chistes para reírnos con
ellos, jugar al escondite, contarles historias...
este tipo de alegrías los chicos las reciben como algo más que un gesto, para
ellos representan «lo bueno de la vida». Y estas cosas buenas son las que les
fortalecen, les hacen más valientes y les dan armas para afrontar las
dificultades propias del crecimiento o las circunstancias adversas. Tener una
bicicleta o un patinete es estupendo, pero reírse con papá es necesario. Darles
alegría no consiste en comprarles juguetes,
sino en transmitirles, a través de la convivencia, el mensaje de que papá les
quiere y disfruta con ellos.
6. Darles prioridad
Cuando el
niño es relegado en los intereses del padre, se refugia en la madre y se vuelve demasiado
dependiente de ella. La principal función del padre es ayudar al hijo a
sentirse seguro en el mundo más allá de los brazos de la madre, y para eso el
pequeño debe sentir que es importante para papá. El vínculo con los hijos no es genético, es ético. Es el resultado
de una decisión amorosa que hay que sostener día a día. Además, darles el
primer lugar en nuestra vida nos hace a nosotros tan felices como a ellos.
7. Escuchar
Estar atentos
a lo que dicen y no dicen y animarles a expresar lo que piensan y sienten es la
forma de conocerles. Los niños tienen creencias y fantasías que sorprenden al
adulto. Por ejemplo, es común que representen a la Tierra como una casa
gigante con los humanos dentro o que crean en monstruos o, los más pequeños,
piensen que el peluche es parte de su cuerpo. Para enterarnos de lo que pasa
por sus cabecitas hay que escucharles con atención. Escuchar es un acto de amor, cuando les prestamos atención se
sienten importantes para nosotros. Además, les damos la posibilidad de
escucharse a sí mismos, ser capaces de hablar para defenderse, dar una opinión,
plantear lo que no entienden, resolver conflictos, contar sentimientos o
emociones e inventar historias. Y si comparten con nosotros sus tribulaciones o
temores, se quedan aliviados.
8. Educar con cariño
Disciplinarlos
es una de forma de amarlos. Si les marcamos límites, si les negamos algo que
nos piden pero no les conviene o nos oponemos a sus deseos porque no son
razonables, será siempre por su bien, para ayudarles. No les educamos «para que no molesten a los mayores», sino para que sean
felices y cabales.
Cuando les
enseñamos a usar la cuchara, a ser responsables con los deberes del colegio o a no gritar dentro de casa, no lo
hacemos para que no se ensucien o no nos den la lata, sino para ayudarles a
desarrollarse como seres independientes. La disciplina adecuada une amor, razón
y respeto por el niño. Si tenemos esas tres cosas, ya podremos enfadarnos sin
miedo: sabremos corregirles sin agredirles y hacerlo solo cuando lo necesitan.
9. Contar cuentos
Contarles
cuentos a los niños es
igual a darles un «máster universitario infantil». Ellos necesitan los relatos para aprender a hilar situaciones, a comprender que
primero pasa una cosa y luego otra y
para entender el tiempo (qué es «ayer», «mañana» o «después»). No hay nada tan
interesante y entretenido como escuchar las cosas que les pasan a los demás y
ver cómo resuelven sus problemas desde el lugar más seguro del mundo: al lado
de papá. Junto a él pueden identificarse con el protagonista, atravesar
penalidades y triunfar sin sufrir un rasguño. Pero los cuentos no tienen solo un valor intelectual:
la voz de papá les envuelve y les reconforta ahora igual que les arrullaban las
nanas cuando eran bebés y les da ánimo para enfrentarse a los
monstruos de la noche. Por eso les gusta tanto el cuento de antes de dormir.
10. Estar al tanto de “sus cosas”
Los «asuntos
de chicos» son importantes, sobre todo si se trata de los hijos. Sean serios o
banales, como tienen importancia para el niño, también tienen que tenerla para
papá. Sin agobiarles ni atosigarles, hay que estar cerca de ellos para encauzar
conductas, asistir a las reuniones del colegio, acompañarles al médico,
estar al tanto de las notas, de qué hacen en el tiempo libre o cómo les va con
los amigos. Aunque no existen recetas, hay una fórmula básica que consiste en acostumbrarles desde pequeños a que nos cuenten sus cosas, sin
presiones y con respeto. Si estamos a su misma altura y podemos mirarles a los
ojos, mejor.
martes, 5 de noviembre de 2013
¿Hay una edad límite para dejar el chupete?
Acaba de soplar las velas de los dos años. Después ha cogido su chupete y se lo ha vuelto a poner en la boca. Nos sonríe. Le devolvemos la sonrisa y pensamos: “Ay, tenemos que quitárselo”, ¿Pero de verdad hay que hacerlo este año? ¿Tan malo es?
Existe bastante consenso sobre las renuncias que implica cruzar la línea de los dos años: el pequeño deberá abandonar su chupete, el biberón, el dedo si se lo chupa. En fin... Pero, ¿por qué a los dos años? ¿A los dos años justos, o vale igual a los dos años y diez meses? ¿Y qué pasa si tarda un poco más?¿Cómo sabemos que ha llegado el momento? ¿Hay situaciones que justifican esperar? ¿Qué le puede pasar si no lo deja? ¿Cómo ayudar al niño en este proceso? Exploremos esta compleja cuestión.
Todos los niños tienen la necesidad natural de succionar desde que nacen hasta los dos o tres años, y cada uno busca la forma de cubrir esa necesidad. Unos lo harán aún con el pecho de la madre, otros con el dedo, otros con el chupete. Si tu hijo cuenta con el chupete, a estas alturas se habrá convertido en un importante objeto de consuelo. Succionar no tiene una mera función alimenticia. La presión sobre el paladar específica de la succión ayuda al niño a calmarse y regularse frente a las dificultades que encuentra diariamente, cuando aún no tiene otras herramientas para hacerlo. Esto se ve reforzado porque el niño relaciona la succión con el cálido bienestar de los primeros contactos con mamá.
Llega un momento en el que esta necesidad de succionar empieza a desaparecer de forma natural. A los dos años. Entre los 24 y los 36 meses. Pero no siempre es así. Algunos niños continuarán haciendo uso del chupete más allá de los 36 meses sin que ello revele un problema de fondo o tenga que suponer un futuro problema.
Si no quiere dejarlo, ¿es un problema?
Algunos necesitan succionar durante más tiempo y otros durante menos. ¿Cómo diferenciar cuándo hay un problema? Si el niño utiliza su chupete en momentos determinados, por ejemplo, para alcanzar el sueño o para hacer frente a situaciones que le causan estrés, no hay ningún problema. Ni siquiera aunque esté a punto de cumplir tres años. Así utilizado no perjudicará sus dientes (que es una de nuestras grandes preocupaciones) y es una conducta perfectamente normal que tiende a extinguirse sola.
El problema en realidad no es el chupete, sino la forma de usarlo. Esto es lo que debe alertarnos, más que la edad: ¿lo usa en general cada vez más, en lugar de cada vez menos? ¿Lo utiliza de forma insistente y no puede salir sin él a ninguna parte? “Si la duración e intensidad del hábito son exageradas, puede tratarse de una fijación o de una regresión emocional a un placer primitivo motivada por algunainsatisfacción afectiva”, afirma el psicólogo Luciano Montero. Puede estar expresando dificultad para asimilar separaciones, falta de expresión de afecto a través del tacto, conflictos evolutivos... En estos casos, lo último que hay que hacer es “ponerse firmes” para atajar el hábito. Debemos afrontar la causa principal. Una vez tratada, el hábito cambiará. A veces podremos resolverlo solos y otras veces convendrá acudir a un profesional.
Cómo ayudarle a dejar el chupete
Si el niño mantiene una relación saludable con su chupete, puede dejar el hábito de un día para otro o poco a poco. De esta forma le damos un empujoncito:
- Elegimos juntos un lugar físico para el chupete: estará ahí y él nos lo podrá pedir cada vez que lo necesite (se lo daremos, claro). Ya no está completamente a mano y es más fácil que se olvide de él o solo lo busque en los momentos clave.
- Le animamos a sustituirlo por otro objeto de consuelo, como un muñeco. Ambos pueden convivir durante un tiempo, no pasa nada.
- Nos fijamos en los momentos en los que nos pide el chupete: ¿Cómo se siente? ¿Triste, aburrido, agobiado? ¿Es posible que si le acompañamos, jugamos con él y le abrazamos no necesite el chupete para afrontar el momento?
Se trata de ofrecerle otras herramientas a cambio del chupete, que es su método de autoconsuelo. No es el momento de discutir (¡no, el chupete no!), pues le causará más tensión, sino de ofrecerle alternativas. Si aun así quiere su chupete, se lo daremos. La idea es sustituir una forma de encontrar consuelo por otra que consideramos más apropiada o saludable. El chupete le proporciona a lo largo de su etapa sensorio-motriz (dura hasta los dos años) una forma física de autoconsuelo. Y el niño de esta edad cada vez tiene más capacidad de desarrollar estrategias que no son físicas, casi todas relacionadas con el juego y el apoyo emocional.
El chupete perjudica menos que chuparse el dedo
Nos tranquilizará saber que un uso normal del chupete hasta los dos o tres años difícilmente tendrá consecuencias en la configuración de sus dientes. Chuparse el dedo sí parece tener más repercusión en la forma de los dientes que utilizar el chupete, así que si mantiene este hábito después de los dos años, conviene que el odontólogo revise su boca.
No hay que forzar
Al obligarle a dejar el chupete corremos el riesgo de que lo sustituya por el dedo. Si le forzamos con métodos drásticos como tirarlo a la basura, ponerle algo amargo o cortarlo, pueden aparecer otros síntomas, como mojar la cama o morderse las uñas. El objetivo no es tanto que deje el chupete como ayudarle a elaborar estrategias para enfrentarse a las dificultades de la vida.
Por revista "Ser Padres".
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